Cuando Recordar es Vivir: Promoción Maristas 67-80 vuelven a su casa

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Por Juan Carlos López Medina


Hay días que parecen escritos con la tinta de la memoria. El 27 de septiembre fue uno de ellos: una jornada que empezó en recogimiento y terminó en júbilo, uniendo pasado y presente bajo el mismo cielo.


El día comenzó con una eucaristía en el CUM, capilla pequeña y cálida, donde nos reunimos para honrar a los compañeros que nos dejaron este año. Allí estaban sus familias, emocionadas, y allí estaba también el Páter Luis Javier Garrote, compañero de nuestros años de colegio, que nos regaló una homilía sencilla y luminosa, impregnada de la espiritualidad de San Marcelino Champagnat, fundador de los Maristas.


El silencio inicial se transformó en pura emoción cuando Víctor Reyes, nuestro compañero de pupitre y hoy ganador de un Emmy por la banda sonora de la película El Infiltrado, acarició el órgano de la capilla. Sus notas, tan delicadas como profundas, parecían abrir un puente invisible entre el presente y aquellos recreos de infancia. Hubo quien cerró los ojos para escuchar mejor y, al terminar, no hubo aplausos, sino lágrimas: un llanto callado, compartido, que decía más que cualquier ovación.


Después, en un gesto cargado de símbolo, plantamos un árbol en la entrada del CUM. Cada palada de tierra era promesa de futuro: “Para que crezca lo que nunca muere”, murmuró alguien. A su sombra nos unimos los presentes, los que no pudieron venir y los que nos miran desde la eternidad.


La jornada continuó con una visita cultural a las torres de la Clerecía, donde la ciudad se abrió ante nosotros como un libro de piedra. Nuestro guía, José Luis, con una voz serena y un conocimiento minucioso, nos llevó a la Salamanca más bella y secreta: miradores que rozan el cielo, rincones que aún guardan el eco de campanas antiguas. Cada explicación suya convertía las piedras doradas en páginas vivas de historia.


La ruta concluyó en el Museo de Historia de la Automoción, donde el rugido de los viejos motores se mezcló con el murmullo de nuestras historias. Allí, Víctor Morollón, compañero y experto apasionado, nos regaló una explicación minuciosa y entrañable: cada vehículo se volvió un capítulo de nuestras propias vidas, desde los coches de nuestros padres hasta las motocicletas que soñamos conducir. Fue, para muchos, un recuerdo imborrable.


Antes de alzar una sola copa, la velada comenzó con un vídeo que fue nuestro verdadero “túnel del tiempo”. En la pantalla fueron apareciendo rostros de juventud, imágenes de excursiones, de profesores y de antiguos recreos, junto a las caras queridas de quienes ya no están. Lágrimas de alegría y de tristeza se mezclaron sin pudor: alegría por volver a vernos, tristeza por los compañeros que partieron demasiado pronto. Ese arranque puso el tono exacto de la noche, abriendo de par en par la puerta a los recuerdos y preparándonos el corazón para todo lo que estaba por venir.


Con el ánimo ya encendido por aquel viaje de recuerdos, la celebración siguió su curso y la noche se volvió pura ilusión. El mago Nacho Casal no solo hizo aparecer y desaparecer cartas y monedas que regresaban como por arte de hechizo, también enlazó aros metálicos que se unían y separaban con la naturalidad de un milagro. Fue como si la emoción del vídeo hubiera preparado el escenario para que la magia tomara el relevo.


Pero lo que más nos tocó fue el amor que puso en cada gesto, la cercanía con la que se dirigió a todos, como si cada truco fuera una carta personal de alegría. Su espectáculo —recomendado para todos, de cualquier edad— consiguió algo más que asombrarnos: nos recordó que la magia es, en realidad, un acto de cariño.


Tras la magia, llegó el momento más íntimo. Carlos Tomé y Rafael de Dios, compañeros de pupitre y cómplices de juventud, se animaron a regalarnos un cante y una guitarra llenos de desgarro y ternura. No son músicos profesionales, pero su interpretación tuvo esa fuerza especial que solo nace de la amistad y de los recuerdos compartidos. Su música, sencilla y sincera, nos devolvió a los días en que la vida entera cabía en un recreo.


Y conviene saberlo: Rafa de Dios no es un músico de la noche, sino un artista que llena de compás las mañanas y las tardes de la ciudad, junto a la Catedral, cuando la luz dorada de Salamanca acaricia las piedras. Su toque, bañado de sol, nos llevó de nuevo a los días en que la amistad era un horizonte sin reloj.


Hablar de este encuentro es hablar de Salamanca, ciudad que nunca se cansa de acoger regresos. Mientras la tarde caía, muchos recordamos las viejas rutas de pubs y discotecas: el legendario Rojo y Negro, la pista de cristal de Tito’s, la intensa María Sangrienta de la avenida de Mirat, el eterno Sergeant Pepper’s con ecos de Beatles. Lugares que el tiempo ha transformado, pero que siguen brillando en la memoria.


En cada brindis, en cada anécdota, latía el recuerdo de nuestros dos compañeros recientemente fallecidos. Sus nombres, pronunciados con emoción durante la eucaristía, fueron el corazón invisible de la jornada.                                                   


Los sentimos cerca: en la brisa que agitaba las hojas del nuevo árbol, en la melodía del órgano de Víctor, en el silencio de las miradas. Comprendimos que la verdadera eternidad no se mide en años, sino en el cariño que permanece.


Nada de esto habría sido posible sin el esfuerzo de muchos. Gracias a quienes viajaron desde lejos, a quienes reservaron el día como un tesoro, a quienes prepararon cada detalle con paciencia y cariño. Gracias también a los que, desde la distancia, enviaron mensajes, fotos, recuerdos. Cada kilómetro recorrido, cada gesto de complicidad, tejió un tapiz de gratitud que nos cubrió a todos.

Cuando la madrugada nos sorprendió entre risas y confidencias, entendí que este día no fue solo una reunión. Fue un compromiso: mantener encendida la llama de la memoria.


Así que, una vez más, gracias: a los compañeros presentes y a los ausentes; a Salamanca, que nos acoge como a hijos pródigos; al Páter Luis Javier Garrote, cuya palabra nos unió; a Víctor Reyes, cuya música nos arrancó lágrimas de emoción; a José Luis, guía paciente que nos condujo a la Salamanca más bella; a Víctor Morollón, que convirtió los coches antiguos en cápsulas del tiempo; a Rafael de Dios y Carlos Tomé, compañeros de pupitre que pusieron guitarra y duende en pleno día; al Mago Nacho Casal, que llenó de ilusión, cartas, monedas y aros nuestra noche de reencuentro; y, como colofón a todo el programa, al gran amigo Super Mario, que nos colmó con la música de los años dorados, poniendo el broche perfecto a una jornada inolvidable.


Y gracias, de corazón, a todos y cada uno de los asistentes, porque en cada mirada, en cada abrazo, se escribió la verdadera crónica de este reencuentro.


Que la próxima vez lleguemos aún más numerosos. Que sigamos plantando árboles, compartiendo copas y canciones, y que cada año la ciudad sienta que su historia se escribe también en nuestros abrazos.


Porque este reencuentro no termina aquí: apenas empieza la cuenta atrás para el próximo. Nos queda mucho por vivir, muchas manos por estrechar, muchas historias por contar.

Nos veremos de nuevo, y seremos más. Muchos más.

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