Una opinión de Juan Carlos López Medina, Mediador Familiar
Hoy, 1 de enero, el calendario se abre como un libro en blanco, ofreciéndonos la posibilidad de reflexionar sobre el ciclo que inicia. Este día no solo marca el comienzo de un nuevo año, sino también una ocasión para enfocarnos en la importancia de la niñez y la vida misma. En el marco del Día Internacional del Hijo, quiero compartir una reflexión sobre el año que empieza y su similitud con las etapas de la vida.
El año comienza con la primavera, esa etapa fresca y prometedora que representa la infancia. En este periodo, todo es nuevo, puro y lleno de posibilidades. Es el momento en que las bases del amor y la confianza son fundamentales para el crecimiento. Sin embargo, también es vital recordar que, si en algún momento los caminos de los padres se separan, los niños no deben cargar con la culpa. Las decisiones de los adultos son complejas y ajenas a la inocencia de la niñez. Este es un tiempo para proteger su felicidad, fomentar su curiosidad y sembrar en ellos la semilla de la esperanza.
El verano llega con la vitalidad de la juventud, esa etapa vibrante en la que el mundo parece estar lleno de posibilidades infinitas. Es el momento de experimentar, de soñar en grande y de enfrentarse a los desafíos con entusiasmo. Pero también es un periodo de aprendizaje. No todo lo que brilla es oro, y a menudo encontramos objetos o promesas que parecen irresistibles, pero que resultan frágiles y vacíos, como esos juguetes que llaman la atención pero se rompen con facilidad. En este tiempo, es esencial enseñar a distinguir lo efímero de lo duradero, valorando siempre lo que construye y enriquece de manera profunda.
El otoño simboliza la madurez, una etapa en la que comenzamos a reflexionar sobre las experiencias vividas y a recoger los frutos de nuestras decisiones. Es un momento para valorar lo simple: una palabra amable, un gesto sincero o una sonrisa que ilumina el día. Este periodo nos invita a aceptar los cambios y a encontrar belleza en la transformación. Cada hoja que cae alimenta el suelo, recordándonos que, incluso en la pérdida, hay espacio para el crecimiento y la renovación.
El año culmina con el invierno, una etapa de sabiduría y serenidad. Este no es un tiempo de lamento, sino de reconciliación con el ciclo de la vida. En la quietud del invierno, se encuentra la oportunidad de reflexionar sobre el legado que dejamos y de valorar los momentos compartidos. La belleza del invierno radica en comprender que la esencia de la vida no está en los bienes materiales, sino en las conexiones humanas y el amor que trasciende el tiempo.
En este 1 de enero, Día Internacional del Hijo, recordemos la pureza y la fragilidad de la niñez. Como adultos, tenemos la responsabilidad de proteger su inocencia, de evitar transmitirles nuestras preocupaciones y de garantizar que su mundo esté lleno de amor y seguridad. Es un llamado a cuidar de ellos, no solo con palabras, sino con acciones que fortalezcan su confianza y felicidad.
Que este nuevo año sea una representación de la vida en pequeña escala, una oportunidad para crecer, aprender y amar. Y que cada paso que demos esté guiado por la verdad, el respeto y el cariño, porque al final, la infancia es el cimiento de todo lo que vendrá.
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